Jesús de Nazaret predicó el Reino de Dios y en cambio resultó, como si
fuera un accidente, la Iglesia. La relación entre el “Reino de Dios” y
la “Iglesia” ha sido abordada en ocasiones desde este esquema, un
esquema que resulta a todas luces simplificador. Si es verdad que Reino
de Dios e Iglesia no se identifican, no es menos cierto que no pueden
oponerse, como si el surgimiento de la segunda fuera el producto de
haber fracasado la realización del primero.
Todos los exegetas están de acuerdo hoy en día en que el núcleo
de la predicación de Cristo fue el “Reino de Dios”. El exigir que en
este mundo se instaure o el prometer que en este mundo se instaurará un
“Reino de Dios” está suponiendo que en este mundo no es Dios quien todo
lo domina, como podría suponerse desde el simple análisis del concepto
de Dios. Si un Dios bueno y fuente del bien es creador y señor de su
creación, ¿por qué existe el mal o la injusticia dentro de esa misma
creación? Diversos sistemas, tanto metafísicos como religiosos, se han
planteado siempre el problema, ofreciendo diversas soluciones, todas
ellas sin duda con algún punto de plausibilidad. Es tentador, por
ejemplo, ante la desesperada constatación de la magnitud y persistencia
del mal, el pensar que éste tiene tanta consistencia como el bien, hasta
el punto de caer en el dualismo teológico o cosmológico: un dios bueno
que crea los espíritus y un dios malo cuyo ámbito sería la materia. Pero
el cristianismo, ante este tipo de desviaciones, ha defendido la bondad
creatural de la materia, así como la realidad y también la legitimidad
la libertad humana, por la que se introducen en el mundo todos los
desarreglos pero que no por eso deja de ser querida por Dios. Pues Dios
ha querido así al hombre, con esa capacidad para amarle a través de
todas las cosas, lo que implica también la misma posibilidad de negarle.
Entonces, instaurar el Reino de Dios en este mundo es
fundamentalmente reconducir la libertad humana hacia el reconocimiento
de la soberanía de Dios. Y la reconducción implica tanto una
autocorrección por parte del mismo hombre como el despliegue de una
gracia de Dios que libera al hombre de esa situación de esclavitud en
que se encuentra. Por eso Cristo apela en el Evangelio a la libertad de
los mismos hombres (“convertíos”) y proclama a la vez – lo que resulta
cuando menos paradójico - la imposibilidad humana para conseguir el
ideal moral (“sin mí no podéis hacer nada”). “El Reino de Dios está
dentro de vosotros” es una conocida y estimulante frase de Jesús. Que
está “dentro” significa que está “en” cada uno de nosotros, lo que
ocurre cuando nos desarrollamos plenamente como humanos, y además
“entre” nosotros, lo que ocurre cuando compartimos unos con otros unas
relaciones de armonía y fraternidad. Y el Reino de Dios es a la vez don
del mismo Dios y tarea humana. Primero “don”, porque es Dios quien lleva
la iniciativa, y luego “tarea”, pues la respuesta del hombre libre, tal
como ha sido creado y querido por Dios, es necesaria.
Llegamos ahora a la Iglesia. ¿Cómo se enlaza con el Reino? El
Reino de Dios es Cristo desde el momento en que consideramos sus dos
naturalezas, la que tiene de por sí y la que adquiere con la
Encarnación. En él se hace presente en este mundo el mismo Dios. Siendo
además hombre perfecto, plenamente obediente al Padre, en él se efectúa
sin ninguna sombra, sin el más mínimo fallo, el dominio o reinado de
Dios. La entrega de Cristo al Padre es ya la realidad del Reino. Pero
este reinado ha de ser extendido a todos los hombres. Y aquí se
encuentra la misión de la Iglesia o comunidad de los discípulos de
Cristo. Los discípulos de Cristo están arraigados en él y se esfuerzan
en vivir y actualizar sus valores. El que exista la Iglesia depende de
la realidad de la Encarnación. Cristo no es sólo un ideal moral – que sí
lo es – sino que además Cristo es la misma comunidad de sus discípulos,
donde ellos lo encuentran vivo y palpable. Para garantizar esta
presencia e influencia permanente de Cristo en la comunidad están los
sacramentos, signos visibles y materiales. No es de extrañar que Cristo
se haga presente en signos materiales pues él mismo es también material
por la Encarnación. Así como el alma se sirve de los órganos corporales
para exteriorizarse, así la Iglesia como Cuerpo de Cristo prolonga su
presencia y su acción una vez que él se encuentra oculto tras el
acontecimiento de la Resurrección. Los sacramentos están vinculados con
la jerarquía instituida, al menos en germen, por Cristo, pues Él designa
a los apóstoles que después tendrán sus sucesores, como éstos últimos
tendrán sus ayudantes. En una palabra, los sacramentos tienen sus
ministros. También es esencial a la Iglesia visible la transmisión de la
palabra de Cristo y de sus primeros discípulos, recogida por escrito en
los libros sagrados. Los libros sagrados, en cuanto escritos que dan a
conocer unos contenidos, pertenecen también a ese conjunto de elementos
visibles que visibilizan al que para este mundo es ya en sí mismo
invisible. Sacramentos, jerarquía y Escritura se exigen mutuamente y
constituyen para nosotros una unidad por la que encontramos a Cristo y
vamos acercándonos a su Reino, que es el mismo Reino de Dios.
La metáfora del cuerpo para describir la Iglesia es sin duda la
más frecuente y significativa dentro del Nuevo Testamento. Pero no es la
única. Y no hay que aislarla de las demás: la vid y los sarmientos, el
campo de trigo con cizaña, el banquete fraternal,… Cuando nos
obsesionamos con una metáfora corremos el riesgo de desarrollarla en
demasía, de querer extenderla a todos los detalles, estando siempre a
punto de olvidar que es solamente eso, una metáfora. Lo que la metáfora
del cuerpo indica es que hay una unidad vital entre la cabeza y los
miembros, que la vida viene de la cabeza a cada uno de los miembros.
También denota que los miembros se necesitan y se sirven unos a otros…
Pero no puede desarrollarse o extenderse hasta preguntarnos, por
ejemplo, con qué miembro del cuerpo se corresponde cada uno de nosotros o
cada una de las instancias o estamentos eclesiales. No se puede hacer
un paralelismo total entre un cuerpo físico y la Iglesia. Veamos algunas
diferencias.
En un cuerpo físico, cuando se produce una amputación, el
miembro amputado pierde la vida instantánea o casi instantáneamente
(como la cola de una lagartija). Pero no sucede así en la Iglesia, donde
se han producido dolorosas escisiones históricas y, sin embargo, los
miembros alejados han mantenido una evidente vida de gracia. Ni la parte
que presume ser el cuerpo mantiene una plena santidad ni la parte que
es acusada de haberse alejado la ha perdido. Más bien la parte “alejada”
da evidentes lecciones a la parte que se cree fiel. Por eso existe
también la parábola de la cizaña, según la cual todo, el bien y el mal,
está mezclado en esta vida. Esta es una enseñanza que todas las
confesiones cristianas deben aprender…
Cuando se identifica a la Iglesia con un cuerpo se puede pensar
que el cuerpo es siempre fácilmente localizable, como podemos determinar
en cada momento dónde se encuentra el cuerpo de una persona, si está en
Elche o en Murcia, en casa, en el ascensor o junto al quiosco. Pero
salta a la vista que, en el caso de la Iglesia, el espíritu de este
cuerpo está mucho más repartido. No se puede decir de él que esté aquí o
allí y no en otro lugar. Se trata de un espíritu que “sopla donde
quiere”, que muchas veces carece de la apoyatura o entramado visible que
se da en un cuerpo biológico normal. Un cuerpo normal tiene una cabeza y
así, en la Iglesia católica romana se ha pretendido, no tal vez ahora
pero sí al menos en otras coyunturas históricas, que la Iglesia tenía
también una “cabeza visible”, aunque no negaran que la Cabeza invisible
era Cristo. Esta cabeza visible se encontraba localizada en Roma y la
comunión o ausencia de comunión canónica con ella era la que decidía
quién estaba en la Iglesia o cuerpo de Cristo y quien estaba fuera. Esto
es evidentemente abusivo.
Si desde la metáfora del cuerpo se entra en detalles se puede
llegar a decir que el “cuello” (que uniría a la Cabeza con el cuerpo) es
la Madre de Dios o que el “corazón” de la Iglesia son los monjes, por
aquello de que se dedican fundamentalmente a la oración por todos, o que
los pies son los misioneros… Estas expresiones no son absurdas,
ciertamente, pero al utilizarlas corremos el peligro de suponer que el
Cuerpo de Cristo está muy bien delimitado y se puede contradistinguir de
todo lo que queda fuera, como puedo distinguir bien mi cuerpo del
cuerpo de otros y aun de todo lo que me rodea, como la misma silla en la
que me encuentro ahora sentado. Más en concreto, éste es el peligro
típico tanto de católicorromanos como de ortodoxos, cuando insisten
tanto en quién está dentro y quién está fuera, quién está en “plena
comunión” (sea con la Sede Apostólica o con el conjunto de Iglesias
canónicamente ortodoxas) y quién no participa de esa “plena comunión” y
por tanto tampoco puede participar (al menos normalmente) de la comunión
eucarística. En este sentido, ofrecen un contrapunto positivo la
iglesias herederas de la Reforma cuando insisten en la realidad mística
de la “Iglesia invisible”, formada por los auténticos creyentes, se
encuentren en un lugar o en otro. Esto nos lleva de nuevo a la parábola
evangélica del trigo y de la cizaña. Que por cierto esta metáfora
también tiene sus limitaciones, pues se podría pensar que unos son trigo
y otros cizaña, cuando parece más acorde con la realidad de la vida y
de la historia el considerar que la cizaña está en el corazón de cada
uno y que nuestra labor moral consiste en ahogarla.
Por todo esto, sin negar la necesidad de los sacramentos, de los
ministerios eclesiales o de las Escrituras, orgánicamente unidos en
Cristo, lo que nunca podemos olvidar es la perspectiva central del Reino
de Dios. La perspectiva del Reino de Dios nos impone el conceptualizar
esos elementos de la Iglesia visible como meramente instrumentales y aun
el estar permanentemente abiertos a otros signos del Reino ajenos a
toda iglesia o confesión cristiana. Lo crístico es más amplio que lo
cristiano y la Iglesia es cosa de peregrinos, de los que caminan hacia
el Reino.
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